domingo, 19 de mayo de 2013

Nuestro verdadero peso


Nuestro verdadero peso




 A medida que pasan los años nos vamos preocupando de cosas que cuando éramos niños no.  Un ejemplo de ello es el peso. Para un niño que no sea todavía adolescente, el peso es algo que no le preocupa. Se demuestra por su forma de comer. Lo que le interesa es disfrutar; a veces dicen que ya cuando sean grandes se preocuparán de ello. 
 En el mundo de los adultos, si tienes más peso estás más insatisfecho. Eso de “el gordito feliz” está pasando poco a poco de moda, por lo que se alza la cultura de “las dietas”. Es impresionante cómo salen al mercado medicamentos, aparatos, métodos para adelgazar. Todos tenemos la necesidad de cuidar nuestro cuerpo , y que ciertamente no se hace algo malo cuando uno se cuida. Lo importante es no exagerar.

  Si nos preocupamos tanto por la línea de nuestro cuerpo, tenemos que pensar también en  nuestra “línea” espiritual.  Tenemos que llegar con un peso espiritual específico; en el espíritu no se valen las dietas.

  En el Antiguo Testamento en el libro de Daniel capítulo 5, se nos narra la cena que el impío Rey Baltasar dio en Babilonia. En medio de la fiesta y los excesos, hizo traer los cálices usados sólo para el culto de Yavhé y bebió con ellos, él , sus concubinas y comensales. Esto era un evidente sacrilegio. Entre copa y copa, el rey vio cómo unos dedos escribían en la pared en arameo las palabras: Mené, Tequel, Parsín: Medido, pesado, dividido. El profeta Daniel es llamado por el temeroso Rey para interpretar esas extrañas palabras. Ante su asombro el Rey impío se da cuenta que tiene los días contados, y que el reino babilónico que le dejó su padre Nabuconodosor, será dividido entre medos y persas. Y todo esto por las faltas de idolatría, de soberbia y de desenfreno. Todo esto no vale nada ante los ojos de Dios. Por eso el profeta le dice al Rey: “ Dios te ha pesado en su balanza, y te falta peso”.


 Por lo tanto hay un peso en nuestra alma. Tenemos que cuidar de “engordar” espiritualmente, sino al final de la vida no tendremos el peso que Dios quiere.
Los hombres y las mujeres del planeta, ¿qué peso tenemos? Todo depende, decía san Agustín, del amor. En su obra más famosa, las Confesiones, acuñó una frase magistral: “Mi amor es mi peso”. ¿Qué quería decir con estas palabras? Agustín lo explicaba con estas palabras: “El cuerpo con su peso tiende a su lugar; el peso no va solamente hacia abajo, sino a su lugar. El fuego tiende hacia arriba; la piedra, hacia abajo; por sus pesos se mueven y van a su lugar. El aceite derramado debajo del agua se levanta sobre el agua; el agua derramada encima del aceite se sumerge debajo del aceite: por sus pesos se mueven: van a su lugar” (Confesiones, 13,10).

Nuestro amor es nuestro peso. Debemos dedicar cada día a adquirir el peso que Dios quiere. Dejar de un lado todo lo que nos hace raquíticos, escuálidos, anoréxicos espirituales: soberbia, lujuria, desenfrenos, mediocridad, rencores. Todo eso es anemia espiritual
El lugar hacia el cual voy depende de aquello que amo. ¿Amo la tierra? Voy hacia ella. ¿Amo el cielo? Vuelo hacia él. Aquí la física no sirve. No hay ley de gravedad para el que ama. Entre más pesados somos espiritualmente, más podemos volar hacia las alturas de la santidad. Dios quiere nuestro amor, y un amor verdadero pesa mucho. 
Por eso no dejemos de amar, para que al final de la vida, Dios nos encuentre con el peso verdadero, el peso de nuestro amor a Él. 

P Juan Carlos Mari LC 
http://enlabrechadelamuralla.blogspot.com

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