Nuestro verdadero peso
A medida que pasan los años nos vamos preocupando
de cosas que cuando éramos niños no. Un ejemplo de ello es el peso. Para
un niño que no sea todavía adolescente, el peso es algo que no le preocupa. Se
demuestra por su forma de comer. Lo que le interesa es disfrutar; a veces dicen
que ya cuando sean grandes se preocuparán de ello.
En el mundo de los adultos,
si tienes más peso estás más insatisfecho. Eso de “el
gordito feliz” está pasando poco a poco de moda, por lo que se alza la cultura
de “las dietas”. Es impresionante cómo salen al mercado medicamentos, aparatos,
métodos para adelgazar. Todos tenemos la necesidad de cuidar
nuestro cuerpo , y que ciertamente no se hace
algo malo cuando uno se cuida. Lo importante es no exagerar.
Si nos preocupamos tanto por la línea de
nuestro cuerpo, tenemos que pensar también en nuestra “línea”
espiritual. Tenemos que llegar con un peso espiritual específico; en el
espíritu no se valen las dietas.
En el Antiguo Testamento en el libro de
Daniel capítulo 5, se nos narra la cena que el impío Rey Baltasar
dio en Babilonia. En medio de la fiesta y los excesos, hizo traer los cálices
usados sólo para el culto de Yavhé y bebió con ellos, él , sus concubinas y
comensales. Esto era un evidente sacrilegio. Entre copa y copa, el rey vio cómo
unos dedos escribían en la pared en arameo las palabras: Mené, Tequel, Parsín: Medido, pesado, dividido. El profeta Daniel es llamado por el temeroso Rey para
interpretar esas extrañas palabras. Ante su asombro el Rey impío se da cuenta
que tiene los días contados, y que el reino babilónico que le dejó su padre
Nabuconodosor, será dividido entre medos y persas. Y todo esto por las faltas
de idolatría, de soberbia y de desenfreno. Todo esto no vale nada ante los ojos
de Dios. Por eso el profeta le dice al Rey: “ Dios te ha pesado en su balanza,
y te falta peso”.
Por lo tanto hay un peso en nuestra alma.
Tenemos que cuidar de “engordar” espiritualmente, sino al final de la vida no
tendremos el peso que Dios quiere.
Los hombres y las mujeres del planeta, ¿qué
peso tenemos? Todo depende, decía san Agustín, del amor. En su obra más famosa,
las Confesiones, acuñó una frase magistral: “Mi amor es mi peso”.
¿Qué quería decir con estas palabras? Agustín lo explicaba con estas palabras:
“El cuerpo con su peso tiende a su lugar; el peso no va solamente hacia abajo,
sino a su lugar. El fuego tiende hacia arriba; la piedra, hacia abajo; por sus
pesos se mueven y van a su lugar. El aceite derramado debajo del agua se
levanta sobre el agua; el agua derramada encima del aceite se sumerge debajo
del aceite: por sus pesos se mueven: van a su lugar” (Confesiones, 13,10).
Nuestro amor es nuestro peso. Debemos dedicar
cada día a adquirir el peso que Dios quiere. Dejar de un lado todo lo que nos
hace raquíticos, escuálidos, anoréxicos espirituales: soberbia, lujuria,
desenfrenos, mediocridad, rencores. Todo eso es anemia espiritual
El lugar hacia el cual voy depende de aquello
que amo. ¿Amo la tierra? Voy hacia ella. ¿Amo el cielo? Vuelo hacia él. Aquí la
física no sirve. No hay ley de gravedad para el que ama. Entre más pesados
somos espiritualmente, más podemos volar hacia las alturas de la santidad. Dios
quiere nuestro amor, y un amor verdadero pesa mucho.
Por eso no dejemos de amar, para que al final
de la vida, Dios nos encuentre con el peso verdadero, el peso de nuestro amor a
Él.
P Juan Carlos Mari LC
http://enlabrechadelamuralla.blogspot.com
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